Jesús, que está en la mesa con los Apóstoles, les da de comer su Cuerpo y de beber su Sangre, es decir, se da a si mismo. Pero no en su forma corporal, la que tienen los Apóstoles ante si, sino una forma nueva que ha unido Jesús al pan y al vino que les ofrece.
La presencia de Jesús en el pan y el vino no es un simbolismo, sino que Él la hace real gracias a su palabra, que es creadora. Así, por su voluntad y decisión, el pan que toma de la mesa ya no es pan cuando lo reciben los discípulos, sino el Cuerpo del Señor.
Él nos convoca, nos reune para darnos un nuevo mandamiento: "haced esto en memoria mía". Así, en su nombre, y con los gestos que Él hizo y diciendo sus palabras, es a Dios mismo al que se ofrece el sacrificio de la alianza, el Pan de Vida y el Cáliz de Salvación. Pues es el mismo Hijo de Dios el que se entrega y es la Iglesia quien ha preparado el altar para que en él sea Cristo sacerdote y víctima, anunciando el misterio de su Muerte y proclamando el misterio de su Resurrección, formando un solo pueblo que participa de un mismo bautismo, y en la mesa de un mismo alimento.
El Sacramento de la Eucaristía es el centro de nuestra Fe, es la acción de gracias a Dios, por Jesucristo y por el Espíritu Santo, pues estando muertos en el pecado, nos devuelve a la vida por la acción redentora de Cristo. Participar de la Eucaristía conlleva que el cristiano no se encierre en si mismo para vivir el Amor de Cristo, sino que sea impulsado al mundo que le rodea, para dar a conocer ese Amor. Así, los que participamos de la Eucaristía estamos llamados a descubrir el sentido de nuestra acción en el mundo: construir el Reino de Dios.
Alabado sea el Santísimo Sacramento.
Reflexiones extraídas del ejercicio del Solemne Triduo en honor a Jesús Sacramentado, mayo 2008