miércoles, 12 de octubre de 2011

A la memoria de nuestro Padre Víctor

Fue en la fiesta de los Santos Arcángeles, el día veintinueve de septiembre de dos mil once cuando, con la luz encendida y la cintura ceñida, preparado como siempre para el reclamo del Señor, oyó su voz que lo llamaba ante su presencia. Entonces, una Estrella en el cielo brilló sólo para su vista, iluminando los últimos pasos del camino que había recorrido a lo largo de setenta y dos años, y anunciando la Victoria de la Vida sobre la muerte. Y la Luz Perpetua del Señor lo envolvió.

El Reverendo Padre Víctor García Rodríguez, fraile de la Orden de los Mínimos, párroco de la de San José Obrero y San Francisco de Paula, y Director Espiritual de nuestra Hermandad, llamaba a las puertas del Cielo.

Pocos días antes, cuando nuestra bendita Madre de los Dolores se encontraba con los feligreses y devotos por las calles del barrio, su júbilo se hacía visible en cada sonrisa, cada apretón de manos, cada abrazo, cada estampita de la Santísima Virgen que regalaba a niños o ancianos. En cierto modo, es como si el Pastor se estuviera despidiendo de su rebaño.



Él estaba preparado para la llamada del Señor. Pero, quizás, nosotros no estábamos preparados para su ausencia. El Padre Víctor se iba al Cielo, y a nosotros se nos paraba el tiempo.

Y con el alma vestida de Viernes Santo, le dijimos adiós cuando salió una última vez de la Iglesia Parroquial, por la "puerta grande", como grande es su obra y el cariño que deja. Adiós le dijimos y, sin embargo, no alcanzábamos a creer que se hubiera marchado.

Cuando el año anterior estuvo gravemente enfermo, y tantas personas rezamos por su recuperación y por su vuelta, cuando cabía esperar un desenlace definitivo, Dios dispuso que aún no hubiera llegado el momento, y así el Padre Víctor volvió con nosotros. Como él mismo nos dijo durante aquella Eucaristía celebrada el día de la Santísima Trinidad: Dios es bueno.

Y a Dios damos gracias por haber hecho que el Padre Víctor permaneciera, al menos, un poco más entre nosotros.



Aún parece que al doblar el quicio de la puerta del despacho parroquial vamos a encontrarnos con él, agenda en mano, atendiendo algún feligrés o preparando una homilía.

Su voz aún resuena, firme como su fe, entre los muros del Templo, como cuando al terminar la Eucaristía nos solía decir: "Nada más hermanos, simplemente desearos a todos que seáis felices. Qué seáis muy felices en compañía de vuestras familias y amigos... En el nombre del Señor, podéis ir en Paz".



Cuántos Sacramentos habrá administrado a lo largo de su ministerio, cuántas oraciones, cuántos desvelos...

En efecto, el Padre Víctor es como aquella semilla del Señor que cayó en tierra buena, y dio buenos frutos y en abundancia. Y es a la vez como el sembrador de aquella parábola del Señor (Mateo 13, 3-9) en la que, mientras sembraba, algunas semillas caían junto al camino, otras sobre lugares pedregosos o sobre espinas y ninguna dio fruto; pero otras semillas cayeron en tierra buena y dieron fruto en abundancia.

Todos nosotros estamos llamados a ser esa tierra buena en la que las semillas germinen, crezcan fuertes y den buenos frutos. Es el mejor regalo que podremos ofrecer, al Señor, y a su humilde sembrador que fue nuestro siempre querido Padre Víctor.

Y, si Dios quiere, cuando nuestro camino terrenal llegue a su culminación, cuando al doblar el quicio de las puertas del Cielo nos lo encontremos esperándonos, podremos decirle, de verdad, de verdad de la buena: ¡Feliz Navidad, Padre Víctor!

Por siempre, en nuestra memoria y en nuestro corazón. Descanse en Paz.