Dinos, José, ¿cuándo conociste a María?
¿Quizás una mañana de primavera, mientras volvía de la fuente del pueblo, con el cántaro sobre su cabeza y la mano en la cintura?
¿O quizás un sábado, mientras conversaba con el resto de muchachas de Nazaret, debajo del arco de la sinagoga?
¿Cuando te ha devuelto la sonrisa y te ha tocado la cabeza con la primera caricia, que quizás era su primera bendición y tú no lo sabías?
¡Quién te hubiera dicho que aquella noche iba a ser diferente del resto de las noches!
Te habías acercado, como tantas otras veces al caer la tarde, hasta su ventanuco. Ella te esperaba impaciente. Nada más llegar, apenas sin saludarte, te cogió de la mano y, con el corazón en un puño, bajo las estrellas de la promesa, te confió un gran secreto.
Sólo tú, bueno y justo (y algo soñador), podías entenderla.
Te habló de Yahvé. De un ángel del Señor. De un miste¬rio oculto desde siglos y ahora escondido en su seno. De un proyecto más grande que el universo entero y más alto que el firmamento.
Después te dijo que tenías que dejarla, salir de su vida. Todo era demasiado extraño, difícil de
creer, una locura en la que tú no tenías nada que ver.
Fue entonces cuando, por vez primera, la abrazaste contra tu pecho y temblando le susurraste: “María, por ti renuncio a mis planes. Quiero compartir los tuyos, los de nuestro Dios. Juntos saldremos adelante”
Ella te respondió con un sí tembloroso, pero confiado.
Tú acariciaste su seno lleno de Vida: era tu primera bendición sobre la Iglesia naciente.
¿Quizás una mañana de primavera, mientras volvía de la fuente del pueblo, con el cántaro sobre su cabeza y la mano en la cintura?
¿O quizás un sábado, mientras conversaba con el resto de muchachas de Nazaret, debajo del arco de la sinagoga?
¿Cuando te ha devuelto la sonrisa y te ha tocado la cabeza con la primera caricia, que quizás era su primera bendición y tú no lo sabías?
¡Quién te hubiera dicho que aquella noche iba a ser diferente del resto de las noches!
Te habías acercado, como tantas otras veces al caer la tarde, hasta su ventanuco. Ella te esperaba impaciente. Nada más llegar, apenas sin saludarte, te cogió de la mano y, con el corazón en un puño, bajo las estrellas de la promesa, te confió un gran secreto.
Sólo tú, bueno y justo (y algo soñador), podías entenderla.
Te habló de Yahvé. De un ángel del Señor. De un miste¬rio oculto desde siglos y ahora escondido en su seno. De un proyecto más grande que el universo entero y más alto que el firmamento.
Después te dijo que tenías que dejarla, salir de su vida. Todo era demasiado extraño, difícil de
creer, una locura en la que tú no tenías nada que ver.
Fue entonces cuando, por vez primera, la abrazaste contra tu pecho y temblando le susurraste: “María, por ti renuncio a mis planes. Quiero compartir los tuyos, los de nuestro Dios. Juntos saldremos adelante”
Ella te respondió con un sí tembloroso, pero confiado.
Tú acariciaste su seno lleno de Vida: era tu primera bendición sobre la Iglesia naciente.