Domingo 10º del Tiempo Ordinario
(8 de junio de 2008)
(8 de junio de 2008)
(Mateo 9, 9-13)
En aquel tiempo, vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:
-Sígueme.
El se levantó y lo siguió.
Y estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos.
Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos:
-¿Por qué vuestro maestro come con pecadores?
Jesús lo oyó y dijo:
Las personas que están sanas no necesitan médico, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa «misericordia quiero y no sacrificios»: que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.
Jesús pasa, nos mira, nos urge al seguimiento a todos, todos los días, a todas las horas, dentro de nuestra vida cotidiana, de nuestras relaciones profesionales, sociales, familiares, eclesiales...
Espera que nos levantemos, nos pongamos en movimiento, con una respuesta rápida y sin condiciones.
Espera que nos levantemos, nos pongamos en movimiento, con una respuesta rápida y sin condiciones.
Mateo necesita celebrar, con un banquete, la invitación al seguimiento. Jesús comparte mesa con personas de mala reputación, lo que supone acogida, cercanía, amistad, perdón, fraternidad... y compartir la mesa equivale a compartir la vida. Las palabras y actuaciones de Jesús tienen mucho de provocación para las personas que se creen justas, de todos los tiempos. El Dios de Jesús está con las personas mal vistas, la gente sencilla y pobre. Sus comidas son Buena Noticia, anticipación del Reino: una mesa abierta a todos.
La misión de Jesús no tiene como destinatarias a las personas que se sienten autosuficientes y se creen en posesión de la verdad, sino a quienes reconocen su situación de “enfermedad”. El Dios de Jesús acoge, comprende, está cerca, transforma en discípulos. Jesús, con sus palabras y sus obras, nos da una nueva definición de la divinidad: Dios es Médico, el que se dedica a curar y a salvar.
Jesús repite una vez más que lo que agrada a Dios no es el culto vacío, ni los ritos externos, sino la práctica compasiva del amor y la justicia con los demás. El camino para llegar a Dios es la ternura y la misericordia.