Desde que el 1 de mayo de 1955, el papa Pío XII instituyera la fiesta litúrgica de San José Obrero, numerosos templos han sido consagrados al bendito carpintero de Nazaret. Así, hoy podemos encontrar muchas iglesias y parroquias por todo el mundo. Desde ciudades en Argentina, México, Italia, o Francia, hasta la de Nairobi en Kenia –visitada por su Santidad el papa Francisco en 2015 - pasando por tantas otras a lo largo de la geografía española y cuyo extenso número dificulta su enumeración aquí.
Pasó no mucho tiempo, hasta que el 25 de julio de 1958 fuese bendecida la iglesia de San José Obrero por el entonces arzobispo de Sevilla don José María Bueno Monreal. En unos terrenos cedidos por don Joaquín Benjumea Burín, se ubicaba entre huertos al final de la calle Arroyo, colindante con El Fontanal, Árbol Gordo, y con el nuevo e incipiente barrio al que ya daba nombre y cuyas 400 viviendas pronto serían habitadas. Venía a cubrir las necesidades de culto en aquella zona de la cuidad.
Fue el 19 de marzo de 1960, cuando la bendita imagen del santo Patrón y patriarca, el que pronto sería “santo y seña” de nuestra hermandad, llegó a la que se convirtió en su casa, trasladado solemnemente desde los Salesianos de la Santísima Trinidad, en cuyos talleres fue restaurado tras llegar de la localidad cacereña de Hervás.
Ese mismo año, la iglesia de San José Obrero fue erigida como Parroquia al desmembrarse de la de Nuestra Señora del Reposo, dado el notable y rápido crecimiento de población. Poco a poco, la colación de San José Obrero sonaría con nombre propio en las crónicas de la época, entre las otras zonas más conocidas por ser anteriores.
Hoy, la de San José Obrero –y San Francisco de Paula- es una extensa feligresía que en los últimos años ha visto crecer su número de habitantes. No le faltan rincones, algunos un tanto esquivos, donde puede advertirse la impronta que el Patrón ha venido dejando a lo largo de estos casi sesenta años: Azulejos desconchados con su efigie y cuadros con antiguas fotografías que lo muestran en alguna singular escena del pasado -recordándonos también a quienes nos fueron dejando- , se van mezclando con otras imágenes más recientes, “en color”, o con carteles que anuncian su anual procesión, pegados con el celofán que amarillea un poco más cada mes de mayo.
Nuestra hermandad, como una suerte de extensión del barrio y la feligresía donde radica, tiene razones para alegrarse al trascender más allá de las líneas que podrían trazase sobre un plano como el que cuelga en una pared del despacho parroquial; gracias a sus hermanos que logran, viviendo en cualquier barrio de Sevilla, en otras ciudades e incluso en otros países, que San José Obrero, además de la devoción universal que es, sea un barrio que no quepa en sus calles.
Hoy, lo viejo se hace nuevo, y viceversa. Porque acaba siendo fácil perder la noción de los años que trascurren, más cuando su hilo conductor se mantiene constante: discreto aunque cercano, vigilante y protector. Así es San José Obrero, el primer vecino de su barrio.
Pasó no mucho tiempo, hasta que el 25 de julio de 1958 fuese bendecida la iglesia de San José Obrero por el entonces arzobispo de Sevilla don José María Bueno Monreal. En unos terrenos cedidos por don Joaquín Benjumea Burín, se ubicaba entre huertos al final de la calle Arroyo, colindante con El Fontanal, Árbol Gordo, y con el nuevo e incipiente barrio al que ya daba nombre y cuyas 400 viviendas pronto serían habitadas. Venía a cubrir las necesidades de culto en aquella zona de la cuidad.
Fue el 19 de marzo de 1960, cuando la bendita imagen del santo Patrón y patriarca, el que pronto sería “santo y seña” de nuestra hermandad, llegó a la que se convirtió en su casa, trasladado solemnemente desde los Salesianos de la Santísima Trinidad, en cuyos talleres fue restaurado tras llegar de la localidad cacereña de Hervás.
Ese mismo año, la iglesia de San José Obrero fue erigida como Parroquia al desmembrarse de la de Nuestra Señora del Reposo, dado el notable y rápido crecimiento de población. Poco a poco, la colación de San José Obrero sonaría con nombre propio en las crónicas de la época, entre las otras zonas más conocidas por ser anteriores.
Hoy, la de San José Obrero –y San Francisco de Paula- es una extensa feligresía que en los últimos años ha visto crecer su número de habitantes. No le faltan rincones, algunos un tanto esquivos, donde puede advertirse la impronta que el Patrón ha venido dejando a lo largo de estos casi sesenta años: Azulejos desconchados con su efigie y cuadros con antiguas fotografías que lo muestran en alguna singular escena del pasado -recordándonos también a quienes nos fueron dejando- , se van mezclando con otras imágenes más recientes, “en color”, o con carteles que anuncian su anual procesión, pegados con el celofán que amarillea un poco más cada mes de mayo.
Nuestra hermandad, como una suerte de extensión del barrio y la feligresía donde radica, tiene razones para alegrarse al trascender más allá de las líneas que podrían trazase sobre un plano como el que cuelga en una pared del despacho parroquial; gracias a sus hermanos que logran, viviendo en cualquier barrio de Sevilla, en otras ciudades e incluso en otros países, que San José Obrero, además de la devoción universal que es, sea un barrio que no quepa en sus calles.
Hoy, lo viejo se hace nuevo, y viceversa. Porque acaba siendo fácil perder la noción de los años que trascurren, más cuando su hilo conductor se mantiene constante: discreto aunque cercano, vigilante y protector. Así es San José Obrero, el primer vecino de su barrio.
Manuel Martín Vaquero